Vivimos un contexto de crisis sistémica múltiple: económica, ecológica, alimentaria, de los cuidados, energética… Y el sistema capitalista, lejos de dar respuesta a unas crisis que él mismo ha creado, apuesta por una huída hacia delante: mayor privatización de los servicios públicos, expolio de los recursos naturales, soluciones tecnológicas al cambio climático, ayudas a las empresas privadas y a la banca.
La crisis alimentaria muestra una de las caras más dramáticas del sistema capitalista actual con más de mil millones de personas en el mundo, una de cada seis, que pasan hambre, especialmente en los países del Sur. Paradójicamente, en los últimos veinte años mientras la población crecía a un ritmo del 1.14% anual, la producción de alimentos aumentaba en más de un 2%. Con estas cifras podemos concluir que en la actualidad se produce suficiente comida para alimentar a la población mundial. Pero, ¿cuál es el problema? Que si no se tienen suficientes ingresos para pagar su precio, no se come.
Las políticas neoliberales aplicadas a la agricultura en los últimos treinta años (revolución verde, deslocalización, libre comercio, descampesinización…), nos han conducido a una creciente inseguridad alimentaria. La comida se ha convertido en un negocio, un bien privatizado, en manos de un puñado de empresas de la industria agroalimentaria, con el beneplácito de gobiernos e instituciones internacionales.
Frente a esta situación, cumbre tras cumbre la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el G20, junto con las principales empresas del sector, nos dicen que para salir de la crisis es necesario una nueva revolución verde, más transgénicos y libre comercio. Nos quieren hacer creer que las políticas que nos han conducido a la presente situación, nos sacarán de la misma.
Agricultura local, campesina y ecológica
Pero existen alternativas. La relocalización de la agricultura en manos del campesinado, nos permitirá garantizar el acceso universal a los alimentos. Así lo constatan los resultados de una exhaustiva consulta internacional que duró cuatro años e involucró a más de 400 científicos, realizada por la Evaluación Internacional del Papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología en el Desarrollo Agrícola (IAASTD en sus siglas en inglés), un sistema de evaluación impulsado ni más ni menos que por el Banco Mundial en partenariado con la FAO, el PNUD, la UNESCO, representantes de gobiernos, instituciones privadas, científicas, sociales, etc, tomando como modelo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático y la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio.
Es interesante observar como, a pesar de que el informe tenía detrás a estas instituciones, concluía que la producción agroecológica proveía de ingresos alimentarios y monetarios a los más pobres, a la vez que generaba excedentes para el mercado, siendo mejor garante de la seguridad alimentaria que la producción transgénica. El informe del IAAST apostaba por la producción local, campesina y familiar y por la redistribución de las tierras a manos de las comunidades rurales. El informe fue rechazado por el agrobusiness y archivado por el Banco Mundial, aunque 61 gobiernos lo aprobaron discretamente, a excepción de Estados Unidos, Canadá y Australia, entre otros.
En la misma línea se posicionaba un estudio de la Universidad de Michigan (2007), que concluía que las granjas agroecológicas son altamente productivas y capaces de garantizar la seguridad alimentaria en todo el planeta, contrariamente a la producción agrícola industrializada y el libre comercio. Sus conclusiones indicaban, incluso las estimaciones más conservadoras, que la agricultura orgánica podía proveer al menos tanta comida de media como la que se produce en la actualidad, aunque sus investigadores consideraban, como estimación más realista, que la agricultura ecológica podía aumentar la producción global de comida hasta un 50%.
En el ámbito de la comercialización se ha demostrado fundamental, para romper con el monopolio de la gran distribución, el apostar por circuitos cortos de comercialización (mercados locales, venta directa, grupos y cooperativas de consumo agroecológico…), evitando intermediarios y estableciendo unas relaciones cercanas entre productor y consumidor, basadas en la confianza y el conocimiento mutuo, que nos conduzcan a una creciente solidaridad entre el campo y la ciudad. En la actualidad, la gran distribución (supermercados, cadenas de descuento, hipermercados, etc.) monopoliza la cadena de comercialización de los alimentos, sacando el máximo beneficio a costa de explotar a trabajadores, campesinos, medio ambiente.
La soberanía alimentaria se demuestra, de este modo, como la mejor alternativa para acabar con el hambre en el mundo. Se trata de devolver el control de las políticas agrícolas y alimentarias a los sectores populares (campesinos, trabajadores, consumidores, mujeres…), así como su acceso a la tierra y a los bienes comunes (agua, semillas…). Una soberanía alimentaria que tendrá que ser profundamente feminista, reconociendo el papel de la mujer como garante de la alimentación a escala mundial, y luchando contra la opresión no sólo de un sistema capitalista sino también patriarcal.
*Aportación al taller sobre agroecología y soberanía alimentaria en la 2a Conferencia sobre Decrecimiento – Barcelona, 26 al 28 de marzo 2010.
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